Por Mons. Juan Pedro Juárez Meléndez, Obispo de Tula
La crisis causada por la pandemia ha provocado terribles flagelos en todos los campos en los que se desenvuelve la vida humana: en lo social, cultural, político, económico y religioso.
El COVID-19 ha sido un enemigo invisible y errático con el que nos hemos topado durante todo el año 2020, causando el sufrimiento de millones de personas, pues se convirtío en un «enemigo amargo» que ha logrado robar a muchos la esperanza y la alegría.
Muchas personas han perdido a sus seres queridos, de un día para el otro, y no han podido ni siquiera despedirse de ellos.
Hay enfermos que se debaten entre la vida y la muerte mientras permanecen en los hospitales totalmente aislados del exterior.
Están también quienes han perdido el trabajo, los ancianos que tienen miedo de morir solos, los que sufren las consecuencias de la pobreza y el hambre, y además la inseguridad y violencia que han aumentado.
Estamos por comenzar el 2021 y son muchos los desafíos que debemos afrontar con la esperanza de salir de esta profunda emergencia sanitaria que todo lo ha afectado.
El virus desnudó nuestra vulnerabilidad y echó por tierra nuestras aparentes grandezas, dejó al descubierto nuestras falsas seguridades, evidenció nuestra incapacidad de actuar conjuntamente, nuestra fragmentación.
Por ello ante la llegada del nuevo año, tendríamos que preguntarnos: ¿regresaremos al mundo que veníamos construyendo?,
¿Apostaremos de nuevo por un sistema que privilegia las ganancias económicas sobre el respeto a la vida y dignidad humana?, ¿qué caminos tomaremos para fortalecer las relaciones familiares ante situaciones de tanto riesgo?
¿Qué modelos laborales, de convivencia, de ocio, de movilidad debemos asumir?, ¿qué nuevos esquemas deberán ser ordinarios en la política, la economía, la promoción de la cultura, la educación, la religión, las relaciones internacionales?
Si quisiéramos dar una respuesta, tal vez no tendríamos que aspirar solo a una “nueva normalidad” sino a una “mejor normalidad”.
En el mundo actual los sentimientos de pertenencia a una misma humanidad se debilitan, y el sueño de construir juntos la justicia y la paz parece una utopía de otras épocas.
Vemos cómo impera una indiferencia cómoda, fría y globalizada, hija de una profunda desilusión que se esconde detrás del engaño de una ilusión: creer que podemos ser todopoderosos y olvidar que estamos todos en la misma barca.
Este desengaño que deja atrás los grandes valores fraternos lleva a una especie de cinismo. Esta es la tentación que tenemos delante, si vamos por este camino de la desilusión o de la decepción.
El aislamiento y la cerrazón en uno mismo o en los propios intereses jamás son el camino para devolvernos esperanza y el cambio que anhelamos. La vida es el arte del encuentro. Solo lo podremos lograr con la cercanía y el diálogo.
Así nuestras metas tendrían que ser: ante el individualismo, fraternidad; ante el enfrentamiento, la amistad social; ante la globalización de la indiferencia, la solidaridad; ante la violencia, la construcción de la paz.
En contextos como los que hemos vivido este año, necesitamos con urgencia recuperar la esperanza en que las cosas cambiarán para bien. Que la crisis se convierta en oportunidad de una vida más amigable, fraterna y solidaria sin excluir a nadie.
Al respecto el papa Francisco en su tercera Encíclica que entregó al mundo el pasado 03 de octubre: Fratelli tutti, Hermanos todos, sobre la fraternidad y la amistad social; desde el mismo título nos anima a la esperanza y al compromiso con la cultura del encuentro y del diálogo, que nos lleve a construir puentes de fraternidad y amistad social (FT 284).
El amor social es una fuerza capaz de suscitar vías nuevas para afrontar los problemas del mundo de hoy y para renovar profundamente desde su interior las estructuras, organizaciones sociales y ordenamientos jurídicos.